Bienvenida a la Paz para nuestro
tiempo y el tiempo de nuestros hijos y los hijos de sus hijos a través del cultivo de las Bellas Artes
en los jardines de su mente y sus corazones
Melina Veron Nació en Monte Caseros, (Corrientes), Argentina en 2001 en donde reside. Ha
participado en dos maratones de lectura realizadas en la ciudad, así como también en la antología de
nombre "Alondras en vuelo" organizada por los miembros de la "Asociación cultural independiente” Egresada del Instituto Presbítero Demetrio Atamañuk I-20, y continúa
estudiando la carrera de inglés en la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE).Intereses literarios; Julio Cortázar
es su mayor referente. : “Historias de cronopios y de famas”; “Bestiario” y “Rayuela”.
Asociación Cultural Independiente de Monte Caseiros.Corrientes.
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Sombra Siluetas difusas y ecos
vagabundos se dejan ver cuando las paredes se caen. Cuando
ni los árboles, ni el sol, ni los pájaros, ni las nubes, y mucho menos la lluvia, saben dar una respuesta. Cuando el viento no acaricia y sí golpea. Cuando las estrellas se caen porque quieren cerrar sus ojos. Cuando "afuera" siempre es "adentro", y "adentro"
jamás cambia de lugar. Cuando ni las lágrimas
tienen ganas de hacer su habitual y tan simple recorrido. Dejar
de ser para ser, volverse otro para ser uno, jugar a las escondidas con las sombras, y entender que jamás serán
encontradas, pura y simplemente por su condición de sombras ¿por qué culparlas por existir?
Vendas, y más vendas que no alcanzan para cubrir todas las
cicatrices. Ojos expectantes, y bocas abiertas, todos
dispuestos a quitarme el aliento y cortarme la respiración, para hacerme un favor. Canta una canción e ignora las condiciones, quizá a aquella sombra le conmueva
oír el llanto sin sentido de otra sombra. Después
de todo... La obscuridad es simplemente la ausencia de luz.
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Libertad Contaba mis días con los granos
de arena que había en el suelo del pórtico. Miraba las nubes moverse lentamente en el cielo azul, mientras me
recostaba sobre la hierba, que, a esas alturas del año, había crecido tanto que me llegaba a las rodillas.
Mi madre me decía que jamás me permitirían
decir lo que pienso, pero que nunca podrían controlar lo que pasa por mi mente. Yo sabía que estaba segura en
mis pensamientos, sabía que allí jamás me encontrarían. No podrían golpearme, ni decirme
qué hacer, no podrían amenazarme, ni privarme de la libertad. Justo a las doce, el señor de la casa se paraba en aquel pórtico; con la barba y el
cabello rubio perfectamente recortados, los pantalones azules, que siempre tenían tirantes de color negro, la camisa
blanca y el chaleco amarillo, cargando aquel látigo que yo conocía muy bien, con expresión helada, para
llamarnos a almorzar al grito de "¡vengan a comer! que el tiempo que tardo en darles alimento pierdo manos que
trabajen en el campo". Yo no trabajaba en el
campo, a las mujeres nos destinaban a tareas domésticas, lo cual muchas veces era un alivio ya que, al mediodía,
en el campo, hacía mucho calor. Muchos de los hombres que trabajan ahí, más de una vez se desmayaban
y algunos perdían la conciencia. Los latigazos
no eran el único castigo para aquel que decidiera intentar escapar, de hecho, me atrevería a decir que era el
más suave de todos. Muchos, sin esperanza, apropósito, dejaban que los vieran intentar escapar de la estancia,
pensaban que, con suerte, los golpearían tanto que los matarían, y así, terminarían finalmente
con su sufrimiento. No tenían nada, ni familia, ni amor, ni esperanza. Yo tampoco tenía familia. El peor de los castigos, sin duda me tocó a mí; Mi
madre, mis tres hermanos y yo fuimos traídos a la estancia del señor, del cual nunca supe apellido, de la mano
de otro terrateniente que nos compró en una feria. Recuerdo a mi madre rogar, revolcarse y llorar por quedarse con
nosotros. Finalmente, gracias a que aquel terrateniente se apiadó de nosotros, nos vendieron a todos juntos a mi actual
señor. Estábamos cansados, cada día
era peor que el anterior en cuanto a exigencia, pero mi madre siempre sonreía para nosotros, yo sabía muy bien
que era a ella a quien le tocaba la peor parte, puesto que se ofreció a trabajar en el campo para que a nosotros nos
dejasen realizar las tareas domésticas. Le advirtieron, sin embargo, que mis hermanos no estarían mucho tiempo
cumpliendo aquella labor, y que luego de un tiempo, cuando cumplieran nueve años, los enviarían a trabajar con
ella al campo. Era la única opción, era eso o mis hermanos tendrían, a sus cuatro años, que trabajar
en el campo, y mi madre sabía que no podrían soportar el calor abrazador. Nada de eso importaba, estábamos juntos, dormíamos juntos, comíamos
juntos, sabíamos el paradero de cada uno, éramos una familia unida, y mi madre siempre nos hablaba de la fe,
que algún día, si Dios estaba de acuerdo, podríamos ser libres. Ella sabía leer y escribir, fue quien me enseñó, aunque no
tuvo tiempo de enseñarles a mis hermanos. Todas las noches, nos leía cuentos que le permitían sacar de
la biblioteca del señor y la señora de la casa, eran cuentos simples, al principio me parecían los mejores
cuentos que podían existir, pero luego me aburrí de ellos y quise leer un poco más, yo ya tenía
15 años. A mi madre no le permitían sacar aquellos libros que yo quería leer, así que, una noche,
decidí tomar uno de esos libros sin permiso, sabía que estaba muy mal, y que podría tener terribles consecuencias
si lo descubrían, pero si no lo hacía no podría saber nunca qué contenían esas páginas. Esa noche parecía estar más obscura que todas las anteriores, no había una sola vela encendida,
y la casa estaba en completo silencio. Aparté las mantas con mucho cuidado, me levanté de la cama y caminé
de puntas, para no hacer ruido y no despertar a mis hermanos y a mi madre, hasta la puerta de la habitación. Ya afuera, me dirigí a la biblioteca, que estaba al otro lado de la casa, el piso de madera estaba frío,
todo parecía hacer un escándalo a medida que avanzaba, pero continué firme, casi aguantando del todo
la respiración. Abrí la puerta grande de roble y oí aquel rechinido proveniente de las bisagras, inhalé
profundamente y entré sin pensar mucho más. Caminé perdida por los pasillos
que había entre los libreros de la inmensa biblioteca, me detuve más de una vez a leer los títulos de
cada uno de los libros. De todos, el que más llamó mi atención fue aquel de la esquina, en el último
librero, ese debía ser un libro traído de España. Lo tomé en mis manos y lo abrí, para
leer en letras grandes: "El Quijote de la Mancha". Perdí la noción del
tiempo, y olvidé dónde me encontraba al comenzar a leer sobre las aventuras del hidalgo caballero. Entonces,
vi la luz entrar por las rendijas de las ventanas, y enseguida oí de nuevo aquel chirrido. Me paralicé, no podía
moverme, estaba tiesa, y mis ojos estaban puestos en el libro, puesto que no podía levantar la mirada. De pronto, una mano firme y grande me tomó del brazo izquierdo, fue entonces cuando supe que era el señor
de la casa. Tuve miedo, mucho miedo, esperaba una golpiza... habría preferido una golpiza. El
señor se caracterizaba por sus duros castigos, me temo. Yo tenía 15 años, eso no lo detendría. No dijo una palabra, parecía saber exactamente qué hacer desde el primer momento en el que me divisó,
y no le importaba que yo supiera cuáles eran sus intenciones, hasta se aseguró de que yo viera en sus ojos la
satisfacción que le producía castigarnos. Me llevó hasta la habitación,
donde encendió la vela que mi madre siempre tenía en la mesa de luz. Ella se despertó, asustada, nunca
voy a olvidar esa expresión; Los ojos y los labios petrificados en una terrible mueca de desilusión, como si
me preguntase "¿Por qué?", con cada parpadeo, con cada exhalación. Sigue columna siguiente...
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Capítulo 8
Ella no era una de esas
personas con las que uno podría pasar años de su vida, una de esas personas a quienes uno podría libre,
confiada e ingenuamente entregarle su corazón, o su alma, o cualquiera de las cosas que los libros denominaron "estandartes
de sentimiento". Ella era exactamente lo que un campo de trigo y un poco de sufrimiento fueron para Van Gogh,
una macabra inspiración, un cosquilleo en la punta de los dedos, una suave mordida en los labios... ella era una aterciopelada
y dulce tragedia, un libro con una buena portada y un final devastador. Uno podría quedarse allí, observando como lentamente ella conseguía
lo que quería al parpadear, al suspirar con preocupación, al apartarse el cabello del rostro para que no le
molestase mientras su voz salía de su boca e impactaba gentil y dolorosamente contra las expectativas y la tranquilidad
que aún se puede intentar poseer. ¿Qué
puede ser más doloroso que enamorarse fugazmente de una obra de arte? Algo irreal, algo perfectamente moldeado
y adaptado a las más profundas fantasías de quien observe. He de decir que es menos doloroso enamorarse de esa forma, a tener que hacerlo progresivamente,
sabiendo que finalmente morirá. Porque cuando uno se enamora de una maravilla, esa maravilla permanece intacta, al
no haber podido tocarla ni poseerla (¿quién podría?) uno no puede arruinarla o afectarla.
Ella era esa clase de persona que le pide cigarrillos
a los extraños que la miran con la misma admiración con la que yo lo hago, y que luego se van considerando
una sugerente y fugaz mirada un gesto de agradecimiento, que aun siendo lo que era, resultaba un impecable recordatorio de
que jamás sería para nadie, ni de nadie. Era dulce que aparentase saber perfectamente los acordes que tocaba en la guitarra, para luego
tener que observar nuevamente el mástil, y luego, de nuevo, sus ojos se clavan en las expectativas de vida de uno.
Verla era como observar el fin
del mundo ocurrir, con suma tranquilidad y paciencia, empezando desde la comisura de sus labios, siguiendo por el rabillo
del ojo, bajando hasta sus brazos, llegando a sus dedos y atravesando toda mi humanidad. Entonces tomé conciencia del bien que me hizo el solo haber posado
delicadamente mis ojos sobre ella, haber presenciado mi propio asesinato, y comprender, finalmente, de que su manera tan efímera
de ser, era lo único que perduraría.
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Melina Veron
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Salvador Dali
Rigor mortis Espaciadas horas comienzan a construir
los más obscuros laberintos de un lugar del cual nadie conoce nombre, ni dirección. La
monótona comodidad se asegura de golpear con suma fuerza y odio a su opuesto, y toma en sus manos, duras y frías,
la realidad indiscutible cuando todo lo que le queda es
el sufrimiento de verse a sí misma en un callejón sin salida. Paños enrojecidos
y sombras en tonos sepia, verdades recónditas que se descifran a sí mismas, pero que no se dejan ver por quienes
portan máscaras de carnaval. Más allá del cansancio absoluto que abre las
grietas de las falsedades y la compasión, más allá de nosotros, más allá del dolor, más
allá de nuestras propias muertes y entierros, existe un cementerio. Allí, al final
de la calle menos transitada de la ciudad, donde descansan los recuerdos y espera la realidad...la inevitable realidad. ¿No es la misma vida la que nos convierte en muertos?
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BIENVENIDA
¡Mira, mira atentamente! No de soslayo,
ni desprevenida. La Musa te invita, te tiende su mano, te dirige hacia la vertiente. Vertiente,
de aguas claras, poco profundas, frescas, regocijo, siempre crecientes, fuente inagotable de porfiados anhelos, de desmesurados retos e infinitos
esmeros. Deja que las aguas renueven
tus talentos, emborrachen tus ansias, arremolinen tus versos. ¡Anda, bebe, disfruta, dispón de tu puño, encuentra
la letra y convierte, así un manantial de frescura, manantial de juventud eterna Araceli
Alonso
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Viene de 1er columna, ¿Es así como
enseñas a tus hijos? ¿Les enseñas a robar? ¡A robarme!- Dijo el señor, halándome
fuerte del brazo. -Disculpe a mi hija, señor, se lo imploro- espetó mi madre, sin
saber siquiera qué había ocurrido, con lágrimas en los ojos y la voz quebradiza. El
señor entrecerró los ojos, separó sus labios, apretó los dientes, y entonces pude ver, de nuevo,
aquella mueca de satisfacción que me aterrorizaba. -¿Sabes?
La culpa no es de la niña- Dijo en un marcado acento español. -Ella lo ha hecho porque no la has educado adecuadamente,
y ahora me faltas al respeto creyendo que puedes engañarme al pedir perdón.Mi madre sólo
atinó a mirarme, directamente a los ojos, sin decir palabra alguna. -Voy a asegurarme de
que este tipo de cosas no vuelvan a suceder- El señor sonrió al acabar aquellas palabras de salir de su boca.
Jamás había tenido tanto miedo como luego de ver su macabra sonrisa. Yo no podía
decir alguna cosa, las palabras no salían de mi boca y las lágrimas no dejaban de caer por mis mejillas. Quería
gritar que no era culpa de mi madre, que aquello había sido sólo idea mía... pero no pude. El señor soltó mi brazo, y tomó el de mi madre. Tiró de ella con mucha fuerza, para luego
soltarla justo frente a mí, golpeándose la cabeza fuertemente contra el suelo de madera. Mis hermanos comenzaron
a llorar, mientras gritaban "¡Mami! ¡Mami!". El señor volteó
a verlos y caminó velozmente hasta su cama, mi madre se percató de ello e intentó arremeter contra él,
pero fue inútil. El señor la golpeó, y mi madre calló al suelo, sin poder, esta vez, levantarse. Mis hermanos corrieron a mi lado antes de que pudieran hacerles algo, entonces el señor sonrió nuevamente,
y le dijo a mi madre: -Los niños aprenden si les enseñas con algo que nunca podrán olvidar. Los ojos hinchados y llenos de lágrimas de mi madre se posaron sobre nosotros. -Sean
libres y tengan fe- Dijo mi madre, con un hilo de voz. EL señor golpeó por la espalda
a mi madre con su pie derecho, para luego patearle reiteradas veces el abdomen. Él siempre cargaba su látigo...
La golpeó hasta que oímos un terrible estertor proveniente de su boca. Finalmente, luego de un momento de agonía,
mi madre feneció, y todo frente a nuestros ojos. Luego de aquel terrible suceso,
el señor salió de la habitación sin mirarnos, y con una expresión demasiado tranquila para lo
que acababa de hacer. Les ordené a mis hermanos que mirasen al otro lado de la habitación,
no quería que vieran el cadáver de nuestra madre por mucho más tiempo, aunque sabía que ya habían
visto demasiado como para que pudiese salvarlos ahora de todo lo que traería haberlo presenciado. Lloraban, pero sé
que podrían haber gritado, y también sé que no lo hacían, por temor... "No hables, no grites,
no opines", así nos habían educado. EL señor volvió unos
minutos más tarde con dos jornaleros, los cuales nos observaron conteniendo las lágrimas, mientras el amo decía: -No les traje para observar ¿Quieren ustedes terminar como ella? Los dos hombres
bajaron la mirada y caminaron hasta el cuerpo de mi madre, para luego tomarla de los brazos y las piernas. Yo no quería
que la tocasen, no quería que la quitasen de mi vista, porque sabía que sería la última vez en
la que podría ver su rostro, fue entonces cuando solté a mis hermanos y me abalancé, con lágrimas
en mis ojos, sobre ella, para abrazarla, pensando, estúpidamente , que despertaría. El señor me
tomó del cabello y me golpeó con la mano derecha, para luego arrojarme detrás de él. -¿No vas a aprender a comportarte nunca? Tu madre murió, y fue por tu culpa, ahora me llevaré
a tus hermanos, y también será tu culpa, quizá luego de esto aprendas- dijo el amo, casi burlándose
de mí. Luego de decir esto, les ordenó a mis hermanos salir de la habitación, grité, me arrastré,
supliqué que no se los llevaran, pero fue inútil, el látigo era más poderoso que las palabras
de un esclavo. El señor salió de la habitación, cerrándola con llave,
dejándome completamente sola. No supe nada más de mis hermanos luego de aquello,
salvo rumores de que los habían vendido a otro terrateniente en el mercado, tampoco supe donde enterraron a mi madre...
si es que lo hicieron. Comencé a pensar, entonces, que el señor tenía razón;
Todo lo ocurrido fue mi culpa. Mi madre murió y se llevaron a mis hermanos porque yo desobedecí, porque no puede
contenerme. Aún la culpa me carcome, no puedo comer, no duermo por las noches y tengo miedo,
mucho miedo. Todas las noches vuelvo a ver a mi madre agonizando en el piso de mi habitación, y a mis hermanos mirarme
con sus ojitos saturados de lágrimas, esperando que yo actuase, que hiciera algo. Si es que aún viven, es así
como me recordarán al crecer... aquella que se quedó inmóvil observando como mataban a su madre, yo debí
haber sido su héroe, y me acobardé. Nunca voy a ser libre quedándome aquí,
y quién sabe si algún día lo seré... mi madre es libre, y es por eso que hoy escribo esto, porque
quiero ser libre, y si algún día mis hermanos, o alguien, se pregunta "¿Qué fue lo
que pasó?", podrán leer esto tan triste que me he visto forzada a escribir, debido a que yo no podré
contarlo con mis propias palabras. Esa es la mayor libertad, y mi madre quería que yo lo fuese. Uno de los jornaleros prometió darme una soga, y los árboles del patio trasero de la casa son muy fuertes.
Yo solía imaginar que volaba, libre, como los pájaros, cuando me sentaba en la sombra de aquellos árboles,
ahora no lo estaré imaginando. Nota. “Libertad” fue inspirado por mi constante interés sobre el aspecto
histórico la esclavitud. En este cuento intenté plasmar como
cierto lo que consideré una “experiencia traumática” .Como anécdota, cuando fue leído en una de las maratones en las que participé, hubo gente que
sintió asco, otros sintieron pena, lástima, un dolor punzante en el pecho, un nudo en el estómago…y
me di cuenta qu había logrado mi proposito.
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