| ¿Es posible una educación para la paz?   Julián de Zubiría.
                     Semana
                      07- 2016  La inminencia de un acuerdo político con la guerrilla de las Farc nos obliga
                     reconstruir el tejido social desecho por la guerra. Nos exige recuperar la confianza perdida en los otros, que es una condición
                     sine qua non para la convivencia pacífica. Nos obliga a luchar contra  la cultura de que para lograr las metas
                     todo vale en la vida.   La educación
                     durante un periodo de guerra debe cultivar en los estudiantes la tolerancia y la empatía. Los efectos de la guerra
                     en Colombia no se resolverán creando de manera aislada y desarticulada la Cátedra de la Paz. Con un título análogo
                     al de esta columna, Jean Piaget, uno de los más influyentes psicólogos del siglo XX, escribió en 1931
                     un ensayo sobre el papel que le correspondía a la educación frente a la compleja situación vivida entre
                     las dos guerras mundiales. Su conclusión mantiene la sencillez que suele ser propia de las ideas profundas.   "Que cada uno, sin abandonar, su punto de vista, y sin tratar de
                     suprimir sus creencias y sus sentimientos, que hacen de él un hombre de carne y hueso, apegado a una porción
                     delimitada y viva del universo, aprenda a situarse en el conjunto de los otros hombres", escribió Piaget. Es decir
                     que la educación durante un periodo de guerra debe cultivar en los estudiantes la tolerancia y la empatía. Sus
                     ideas mantienen total vigencia. En especial para un país como Colombia, que por primera vez en décadas tiene
                     la oportunidad de resolver políticamente el conflicto más largo y cruento del continente americano en el último
                     siglo. Una guerra que ha generado la segunda tasa de desplazados más alta del mundo, sólo superada por Siria, 
                     y un número de desaparecidos que duplica el de la dictadura de Pinochet en Chile.
 
 Aun así,
                     hay un daño más complejo y estructural. Precisamente, el más silencioso: una cultura proclive a resolver
                     con patadas y tiros la diferencia de ideas, argumentos y posiciones ante los inevitables conflictos que cada día produce
                     la vida. La principal causa de muerte en Colombia es la intolerancia, esa incapacidad de reconocer que existen puntos de vista
                     e interpretaciones distintas a las nuestras. Es la incompetencia para aprehender de las diferencias porque olvidamos que la
                     diversidad es la mayor riqueza de la vida.
 
 Los países en guerra necesariamente conviven con la intolerancia.
                     Esta enfermedad crece de manera exponencial si tres generaciones continuas no hemos tenido un solo día de paz. La intolerancia
                     se vive cada mañana en el tráfico, en las discusiones familiares y políticas, en los estadios deportivos
                     y hasta en las fiestas. El padre suele enviar a su hijo menor al colegio diciéndole que no se deje de los compañeros
                     porque "el mundo es de los vivos" y hasta hemos convertido en mandamiento la frase de "no dar ni perder papaya".
 
 
 
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