Lugar. Plaza de Bogotá, Colombia.
Cuando por fin llegué del viaje largo al extranjero suelo,
caminé los caminos recordados,
el lugar que habitara
la fiebre del huir temprana,
la noche aquella de ilusiones
cargadas de fugaz partida,
la sorda dentellada
de un tiempo consumido
en la hoguera engañosa
de infiernos ajenos a los míos.
Solo hallé mi propia tierra
hueca de petardos,
la cosecha de muertos míos y de todos,
la pared erguida de todas las tristezas
sobre la tumba de los sueños que soñara
y el dolor de ahora
de los que atrás dejara.
Las formas que tuvieron escultura,
marchitas yacen bajo Las Furias
de una guerra infame.
Al susurro de la risa cantarina
de los viejos manantiales paternales,
se pliega el rictus amargo de mis viejos
que miran mudos mi planta aventurera
como si no existiera, ausente
de sus vidas, como ellos ausentes de la suya.
Ni la calle angosta existe
de alfareros toledanos,
ni el alto balcón de los amores
callados, vigilantes,
ni la plaza de abrigos taciturnos
ni la fuente que lloraba
la pena de olvido de la estatua,
ni el atrio aquel de Santa Inés
para el raigambre humano dominguero.
Nada queda y todo queda
y el dolor se ahonda del viajero ante la puerta
de lo que fuera aquella estancia suya
de abrigos y quimeras.
Solo escucha la comparsa de nuevas mascaradas.