|
|||||
Adriana Herrera T. Ardores y Furores Ardores y furores es la primera antología de relatos eróticos de mujeres que se publica en Colombia. En el prólogo se desliza una advertencia que quizá busca eludir la responsabilidad editorial haciendo notar que, a diferencia de una anterior antología erótica en la que "no apareció" ninguna mujer - los textos fueron encargados - y se exigió cuanto menos un "mínimo de calidad"; esta antologÌa no requirió "condiciones", pese a lo cual, hallaron "crudas historias contadas con sorprendente (sic) talento". Este preámbulo habla por si mismo de la situación de las escritoras en Colombia, donde el olvido es un signo inmemorial.
Cada una de las diez narradoras de estos relatos eróticos propicia un acto de posesión del lenguaje. La novelista Emma Lucía Ardila -Sed y los días ajenos- se planta en esa región donde la pasión de la ardiente adolescencia aún es rubor; Alexandra Samper escribe con humor negro sobre una mujer que ha vivido alejada de su propio cuerpo, solo atenta a responder a las demandas sociales, y a la que el inesperado contacto con el erotismo la lleva hasta una cursi pérdida de conciencia. Diana Ospina narra la angustia de ser la deseante - el fustigante anhelo de ser "un sólo cuerpo"- y experimenta la "violencia" de la postergación que se le impone cuando el otro se niega al amor y sólo lo alcanza en el recuerdo, el simulacro, o la suplantación. Gloria Inés Peláez también encara la soledad del deseo no colmado, la implacable distancia entre el universo de dos cuerpos. Andrea Echeverri, mención de honor en un concurso de novela nacional en Colombia, escribe el único relato que se pregunta por la sed del amor que fustiga aún más hondo que la de los cuerpos: "Los juntas aquí, en este limbo oscuro, para que descubran que son las dos piezas del rompecabezas perfecto, que pueden alcanzar el éxtasis unidos, y luego los sueltas en su mundo, solos, lejanos, anhelantes de encontrarse, pero sin saber cómo: ni siquiera se han visto, nada saben el uno del otro...". De un modo casi inédito en la literatura - puesto que en los siglos precedentes las mujeres no escribieron sobre la perversión al modo de un George Bataille o un Marqués de Sade, ni explorararon zonas de abyección- varias, entre las narradoras de la antología, emprenden el descenso a los infiernos. Helena Araujo, residente en Lausana, se adentra en una zona donde la repulsión y la atadura del placer se disputan terrenos. Da palabra a cotos vedados en una atmósfera emparentada con Aura o Las violetas, pero donde el seductor es un anciano giboso y el lenguaje tiene la crudeza del hiperrealismo. Adriana Jaramillo Seligman, en un cuento de impecable estructura narrativa -Ella sabe- construye una escena en donde el sorpresivo estupor de la infidelidad se funde con el extraño placer de contemplar -devorar visualmente- el acto sexual con que es traicionada, mientras sigue un ritual de autocomplacencia para burlar el dolor y alejarse del otro. Lina MarÌa Pérez explora desde el ángulo masculino las sensaciones de la mirada convertida en fetiche. Como la argentina Luisa Valenzuela, quien ha sido capaz de escribir con la pasión de "quien quiere destruirse y se destruye", persiguiendo el conocimiento que entraña el escribir "con la cabeza inclinada al vicio"; Alejandra Jaramillo explora en Cuerpos Jugados las inesperadas gradaciones de la sensación de un grupo de desconocidos que, situándose "al otro lado del amor" se tocan en largas sesiones donde se entregan a un placer encarnizado -desgarrador- al cual se inmola todo. Ella insinúa que en algún punto la saturación los lleva a abandonar la orgía si bien transforma para siempre su visión del erotismo. Falta, sin duda, en el relato, señalar la útima frontera que espera a quien renuncia a todo límite para tocar el acezante llamado del placer desconocido: la muerte. Freda Mosquera, quien vive en la Florida, dirige el CÌrculo de Lectura de Barnes & Noble de Plantation y la sección de literatura en "Monitor" de Caracol, construye en El Elegido, mujeres que son arquetipos de la imaginación deseante masculina: sus personajes femeninos no sólo encarnan la mujer conocedora de su cuerpo, que libera al hombre de la injustísima carga de hacerlo responsable de su gozo; sino que son una mítica hembra abierta al eros que anhela ser poseída por todos los hombres, "ser penetrada, ahí en ese mismo instante por cualquiera", y apenas es besada se extasía en el orgasmo, sin requerir siquiera la pericia de demorar el gozo puesto que Éste le sobreviene una y otra y otra vez. Ah, pero en el fondo de estas hembras surgidas del terreno de la ficción -dicen que "las ficciones son el otro nombre de los deseos"- hay una soledad abrumadora: la protagonista tiene una colección de consoladores con los cuales ha preferido acompañarse hasta cuando acude a una casa de citas atendida por los más bellos hombres. En el relato hay una venganza contra la atávica relación del hombre frente al cuerpo femenino que el lenguaje y la narración transparentan - lo "tasa" por su aspecto y se le acerca "sólo para ser servida"- ; aunque la vengadora se rinde, seducida. Sin embargo -y esta es una clave terrible del relato- el hombre no puede, con toda su avezado conocimiento de los cuerpos, llegar al lugar más profundo de sÌ misma. Sólo cuando recurre a un aditamento sexual toca lo intocado. Ese objeto sustituto de su propio sexo señala la distancia insalvable, la terrible imposibilidad de alcanzarse que separa los cuerpos. En ese borde valiente, sí, del desgarramiento de la conciencia -la escritura es abisal-, surge la pregunta de si ahora estamos abocados a la tortuosa experiencia de que nada nos impide tocar los cuerpos y sin embargo somos incapaces de alcanzar el lugar más profundo del otro, de tocar eso que se llama amor. "o No estamos en una época en que hay tanta menos intimidad cuanto más sexualidad?" Enter content here Enter content here Enter content here |
|||||
"Es una tristeza" responde Freda, a quien le espanta la soledad de las mujeres, tanto como la impersonalidad con que se han creado reglas para los encuentros casuales. Afirma que la moral aniquilaría la escritura, pero admite que en el terreno de la vida, seguir la huella de los hombres en el desaforarse sobre múltiples cuerpos deseados, en la separación de los vínculos y del placer, puede no ser el camino que nos depare el encuentro, o lo que sobre todas las cosas persigue el eros: la experiencia de la fusión."...Como si - escribe sobre ésta- fueran las dos partes perdidas de un ser mítico que no se hallaba a sí mismo desde tiempos inmemoriales". Y como si, sólo entonces pudieran estar inmersos en el espacio que Alexandra Samper describe así: "La vasija oscura del principio del universo, la caverna húmeda en donde nacen los ríos que lamen las piedras". El umbral donde una mujer puede sentirse, a un tiempo, "invadida por el primer grito latente de vida y el último estertor posible de existencia". |
|||||