CIELOS ROJOS, CIELOS AZULES...
(O Parábola de la Misericordia Divina)[1]
Con devoción, a la infinita Misericordia de Dios, y
a los que asumen al dolor, como medida del Amor. En especial, A Quien el séptimo día -cosmogónico-
descansó, y al tercer día- real y cosmológico- resucitó...Y particularmente, para
el Poeta de la Paz, Joseph Berolo (AVE VIAJERA-UNILETRAS): amigo, hermano y padre mío,
junto al Maná de la Palabra y al Misterio de los Misterios..Con sincero aprecio y por el Único Camino,
Verdad y Vida.Agosto 2014.
El anciano Ilusionista,
alisó con suavidad su barba eterna y, tomando posesión del ambón que se alzaba a la derecha del estrado
del Último Teatro de la Ciudad, hizo un ademán elegante para que la música de los coros -¿celestiales?-
envolviera de luz y cálidos sonidos al gigantesco polo escenográfico; y luego, con experimentada destreza, destrabó
su lengua de siglos, milenios y eones, y leyó como un susurro, el Introito a la Obra que, en este preciso instante,
acababa de dar comienzo pero aún sin actores en escena. Susurró...
Ya Madre con Juan. Ahora Nazareno con niña.Está colgado. Y duele mucho.Una
gota de agua abre su costado, y cae sobre la piedra maciza del monte. A sus pies, de entre las rocas, nace una niña.
Golpea sobre su frente pequeña, inmaculada, el último espesor de sangre brotado de la herida abierta. Y llora.
La niña llora ferozmente, y lo mira. El pecho abierto duele mucho. La niña llora aún más
fuertemente. No sabe que si baja a socorrerla, morirá. Que si baja del madero, todo Pecado, la matará. Deja
que llore. El pecho herido, duele mucho. La cabeza horadada, duele mucho. Y los brazos y las piernas y el cuerpo todo, duelen
mucho. No puede bajarse de la cruz. Por su bien, no puede hacerlo ahora. Cuando crezca, fuerte y bella,
anchos sus pulmones, comprenderá en Espíritu a su Padre, y a su Hijo, un Nazareno con niña...
Después el emérito Demiurgo agregó,
con una sentencia por muchos de los espectadores conocida: "El que pueda entender que entienda". Y se esfumó
en una cortina de humo como de incienso, que difuminó su augusta figura y la trasfiguró en una de las tantas
volutas con que la niebla del Primer Viernes envolvió al Mundo de lo Creado... Ahora, los actores en
escena. Ahora, finalmente, el ocaso mesiánico tan temido como esperado había llegado... (Y un clamor,
como de un millón de voces de ángeles ahogados, partió de las Gradas y Plateas de la sala demiúrgica.
Rugió y estalló, aquel Viernes, como los relámpagos y truenos que provoca una tormenta otoñal,
florecidos en la corona de nubes oscuras que envolvía el patíbulo, como a las tres de la tarde...).
"Se está muriendo", dijeron ellos.
"Me estoy muriendo", dijo él. Y, después de un suspiro
prolongado, alguien o algo lo despeñó hasta el fondo de un pozo negro y vítreo, que solo tuvo fin en
los incandescentes campos encarnados de un cielo rojo y febril. Una profunda marea de sangre y luto se mezclaban en los ocultos
alaridos de aquellas manos que intentaron, de pronto, salvajemente, asirse de las suyas cuando todavía no habían
tocado la superficie de aquel océano de sangre. Un súbito pavor le devoró las entrañas, pero pasó
rápido. Y supo lo que debía hacer, y cómo hacerlo. Pendido como un títere hacia los sin limites
subterráneos de aquel pozo negro, hizo crecer en ramas y ramitas y sarmientos a cada una de las espinas que formaban
la corona sujeta a su cabeza hasta los huesos del cráneo atribulado. Creció así de esa corona de espinas
un inmenso árbol, donde una por una, aquellas manos se clavaron, espina con espina, suplicando ser asidas para escapar,
de ese modo, con él, hacia lo alto...
Y así fue.
Un racimo de manos y de almas en llanto pero gozosas, fue elevada con esfuerzo sobrenatural hacia lo alto, y el que había
sido arrebatado hasta sus profundidades, emergió nuevamente hacia las luces del amanecer del tercer día, en
las serenas aguas de un cielo, ahora azul celeste... El remanso de aquel cielo limpió y sanó las heridas de
aquellas manos, de aquellas almas, dando cumplimiento a la profecía: "... descendió a los infiernos
y, al tercer día, resucitó de entre los muertos". Nada de eso vieron las mujeres aquellas
cuando, frente a su esbelta figura resucitada, buscaron entre los muertos al que estaba vivo...
Entonces, el inmenso Coliseo estalló en aplausos. El Gran Ilusionista, de pie en el
centro del escenario mayor, reclinó levemente su torso, y luego, con ademán educado, condujo esos aplausos hacia
la magra figura del Cristo que había encarnado tan durísima experiencia.-
ADRIAN ESCUDERO-