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El Trueno

Camilo Tovar Ramos,

De por sí, un trueno siempre sugiere una sensación apocalíptica. "¡Niños, Dios está enojado!", sentenciaba mi maestra en los albores de la primaria, y con ello conseguía aliviar el subvertido ambiente en el salón. A menudo la tormenta forzaba a un receso en la clase y precipitaba el campanazo para la hora del recreo, que muchos aprovechaban para convertirse en astilleros, gracias a la docilidad del papel de cuaderno. Entonces, ante protagonistas y espectadores maravillados, el cenagal de agua lluvia en el patio del colegio cobraba la apariencia de una gran parada de carabelas. Con el tiempo, la importancia del trueno respondería al sentido racional de la Física en lo pertinente a la velocidad del sonido, lo cual suponía tener que descifrar la distancia entre un rayo y el sujeto que vio el relámpago.

Si la Humanidad
Cielos Tormentosos
escuchara la Voz de lo Eterno

Y aunque hace un buen rato de la Historia vivimos una rutina con toda suerte de estruendos, el simple instinto de la supervivencia, transformado en paranoia colectiva, nos impide acostumbrarnos a convivir con ellos. Hoy, día de la transición presidencial, ha sido particularmente un día de truenos. Uno de tantos estaba anunciado desde hace dos semanas. Se trataba del fragor de un avión norteamericano capaz de monitorear a diez mil pies de altura los pensamientos y las pecas de un hombre acostado bocabajo o de registrar la caída de un alfiler en un sótano alfombrado. Entre la expectación, la novelería y el suspenso general, el sobrevuelo de la última tecnología antiterrorista se hizo sentir sobre Bogotá, sus alrededores y su estratosfera como la presencia vigilante de Dios irritado ante un país sin Él mismo y sin ley. De todas maneras, era una percepción ominosa.

Otros truenos de la jornada con el mayor despliegue militar y de seguridad de que se tenga noción, habían superado no propiamente los temores, sino que habían calado en la convicción de las autoridades. Por decirlo de alguna manera, aquellos otros estruendos eran tan inminentes, que hasta cierto punto tenían carácter "oficial" como hecho inexorable. Inclusive, resultaron más puntuales que la propia ceremonia de posesión del nuevo Presidente, prevista por el protocolo para las tres en punto de la tarde. El acto comenzó a las 3:08 y los rockets y otros modos de terror se manifestaron exactamente a las tres. Es decir, cuando el nuevo mandatario hizo el juramento, ya había recibido el bautizo de fuego y muerte. En otras palabras, el gran desafío del terrorismo y la anarquía contra el nuevo Gobierno había comenzado ocho minutos atrás. Aquí me confundo, pues no sé si los hechos ocurrieron con precisión histórica o con precisión digital. Tan extravagante e inútil discusión deberá dirimirse entre los eruditos de la Historia y los expertos del DAS.

Inclusive, en términos técnicos de precisión, las autoridades reconocen entre el rubor, la afrenta y el proverbial desconcierto, "la falta de puntería" de quienes manipularon los mecanismos detonantes para "saludar" al nuevo cuatrienio de Gobierno, pues las víctimas, oficialmente 14 muertos y medio centenar de heridos fueron exclusivamente familias del deprimido sector de El Cartucho, a sólo cinco cuadras del acto de posesión de Uribe Vélez, el Capitolio, y de su futura residencia y despacho, la Casa de Nariño.

Al mismo tiempo insisto en la precisión con que lograron trabajar los terroristas; la Casa de Nariño, con Pastrana y su gente aún adentro, era blanco de otros rockets disparados desde ese eterno mítico y nunca descubierto "algún lugar". Mientras la prensa nacional se ocupaba de los pormenores oficiales de la transición , la moda y el look de cada uno los ilustres invitados, la primera montada de López Michelsen, Samper Pizano y Belisario Betancur en bus, pues se habilitó uno blindado para transportarlos desde el Palacio de San Carlos hasta el Capitolio; muchos de los 900 reporteros acreditados por medios del mundo ya estaban enviando al satélite las primeras imágenes de los heridos, personal de la sede presidencial.

A la sazón, en otro sector de Bogotá, el humilde barrio La Estanzuela, dos kilómetros al suroriente de Palacio, tres niñas de uno, cuatro y cinco años junto con la madre, volaban en átomos a la hora del almuerzo. Ajena a toda noción y sospecha suyas, la palabra rocket entraba con sangre al volarles el techo y las cabezas. La escalada había comenzado en los alrededores de la Calle 80, donde la puntería de los artilleros había pretendido alcanzar la Escuela de Cadetes, pero, igual chambonamente, hacía objetivo en viviendas de civiles que a través de la TV seguían los pormenores de la ceremonia para "el cambio por la paz". -- Por obra del temor, la ciudad se dictó su propio toque de queda. Eso que en dibujo llaman perspectiva, y ahora recordé a mi maestro de geometría en bachillerato, el implacable profesor Arenas, ahora tenía el largor en punta de unas calles desiertas. De cualquier manera, la prodigiosa nave enviada desde Washington dejó de tronar cuando llegó la noche.

FORO LATINOAMERICANO


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